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"Las desigualdades sociales, inclusive las ligadas al nacimiento, son inevitables; la naturaleza benigna y la bendición de Dios a la humanidad iluminan y protegen las cunas, las besan, pero no las nivelan. Ningún artificio logró ser bastante eficaz a punto de hacer con que el hijo de un gran jefe, de un gran conductor de multitudes, permaneciese en todo en el estado de un oscuro ciudadano perdido en el pueblo. Pero tales disparidades ineludibles pueden, cuando vistas de manera pagana, parecer una inflexible consecuencia del conflicto entre fuerzas sociales y de supremacía conseguida por unos sobre otros según la ciegas leyes que se suponen rigen la actividad humana, de manera a consumar el triunfo de algunos con el sacrificio de otros.

Por el contrario, tales desigualdades no pueden ser consideradas por una mente cristianamente instruida y educada, sino como disposición deseada por Dios por las mismas razones que explican las desigualdades en el interior de la familia y, por lo tanto, con el fin de unir más a los hombres entre sí, en el viaje de la vida presente para la patria del Cielo, ayudándonos de la misma forma que un padre ayuda a la madre y a los hijos. [...]

Para el cristiano las desigualdades sociales se funden en una gran familia humana [...]. Por lo tanto, las relaciones entre clases y categorías desiguales deben permanecer gobernadas por una honesta e igual justicia, y al mismo tiempo animadas por respeto y afecto mutuo, que aún sin suprimir las disparidades, les disminuyan las distancias y temperen los contrastes"[1].

 

[1] L´Osservatore Romano, 5/6-1-1942