Por Plinio Corrêa de Oliveira
Está en la propia naturaleza que el niño o la niña busque en su padre y en su madre el modelo de lo que debe ser.
El primer movimiento instintivo es entusiasmarse con el padre, entusiasmarse con la madre y tomarlos como prototipos.
Esto tiene una explicación profunda de orden filosófica. Dios, que es nuestro autor, nuestro creador, es también nuestro modelo. Crear es, desde cierto punto de vista, modelar.
Aquel que es causa causal debe ser causa ejemplar. Es decir, el polo para el cual debe tender la persona creada. Es una profunda alegría encontrar en su padre y en su madre el ejemplo que se debe seguir.
Desde el punto de vista sicológico, el instinto lleva al padre y a la madre a querer bien a sus hijos y a los hijos querer a sus padres. Esto tiene una fuerza unitiva indudable que se extiende incluso a los diversos grados de parentesco.
La madre ama a su hijo cuando es bueno, pero no lo ama sólo por ser bueno. Lo ama aún cuando es malo. Lo ama simplemente por ser su hijo, carne de su carne y sangre de su sangre. Lo ama generosamente e incluso sin ninguna retribución.
Lo ama en la cuna cuando aún no tiene capacidad de merecer el amor que le es dado. Lo ama a lo largo de la existencia aunque él suba al pináculo de la felicidad y la gloria o caiga en los abismos del infortunio y del crimen. Es su hijo y está todo dicho.
Sin este amor no hay paternidad ni maternidad digna de ese nombre. Quien niega ese amor en su excelsa gratuidad, niega la familia. Y cuando se comienza a deteriorar ese amor, toda la sociedad empieza a decaer.
Además del afecto, la admiración es el otro sentimiento que aglutina la familia. Cada uno de nosotros fue creado para adorar a Dios en determinado aspecto de Su perfección y —sabiendo o no— la vida es una peregrinación en la cual buscamos a alguien, procuramos ambientes y cosas impregnadas por aquella perfección.
Por eso, una familia que sea incapaz de construirse sobre la admiración y lo haga solamente sobre el afecto, en poco tiempo sufrirá al ver que los hijos se enfrían en su cariño o pasan a contestarles, porque perciben que los padres no son más los modelos que ellos buscaban.
Cuando la familia es centrada en la admiración de aquello para lo cual Dios la llama, ella proporcionará a los hijos una educación que el mero cariño no ofrece.
La familia no sobrevive cuando desaparece la admiración. La capacidad de admirar es una actitud religiosa delante de las cosas y la única que impide que las familias se cierren sobre sí mismas y pierdan algo fundamental de su razón de ser. (Sacado del folleto Los deberes en la Familia).