El Estado, la Comunidad Autónoma, la Provincia, el Municipio, la familia y las demás instituciones privadas forman una jerarquía armónica de poderes, que debe dirigir el individuo según el principio de subsidiariedad.
Según tal principio, cada individuo tiene toda libertad, excepto la del mal. Dentro de este amplísimo círculo de movimientos, la familia sólo debe intervenir en la vida del individuo para apoyarlo, en los casos en que él no se baste a sí mismo. Y así el municipio con la familia. La provincia con el Municipio, la Comunidad con la Provincia y el Estado con la Comunidad[1].
Como se ve, según este principio, la libertad y la autoridad se alían maravillosamente. Y lo contrario es una dictadura parecida a una camisa de fuerza injusta y asfixiante.
En cuanto al principio de organicidad, es él, de algún modo, un corolario del de subsidiariedad. El impulso vital del país tiene que venir de dentro para fuera y de abajo para arriba. Y no apenas de afuera para dentro y de arriba para abajo. Los usos y costumbres legítimos del pueblo deben tener fuerza de ley. Cada grupo social debe moverse con la vitalidad proveniente de sus componentes. Y cada escalón del poder civil debe ser vivificado por la savia venida de los escalones inferiores, especialmente de la familia. Esto enriquece y completa de modo insustituible la acción del aparato gubernamental.
[1] "Ciertamente, afirma Juan Pablo II, la familia y la sociedad tienen una función complementaria en la defensa y en la promoción del bien de todos los hombres y de cada hombre. Pero la sociedad y más específicamente el Estado, deben reconocer que la familia es una ´sociedad que goza de un derecho propio y primordial´, y, por tanto, están gravemente obligados a atenerse al principio de subsidiariedad. En virtud de este principio, el Estado no puede ni debe sustraer a las familias aquellas funciones que pueden igualmente realizar bien, por sí solas [...]". (Ex. Ap. Familiaris Consortio, núm. 45. 22-11-81)