La experiencia de la vida muestra que las relaciones humanas, cuanto más estrechas, continuas e íntimas, más fácilmente son afectadas por pequeños desgastes, incomprensiones, tedios y malos entendidos. La vida familiar es, muchas veces, en este sentido, una vida de sacrificio y generosidad de cada uno de sus miembros, especialmente de los esposos. No es fácil encontrar una "eterna luna de miel".

La experiencia demuestra que, habitualmente, la vitalidad y la unidad de una familia están en natural relación con su fecundidad.

Los esposos deben vivir en sociedad, amarse y pagarse el débito conyugal. Ellos se deben una "fidelidad inviolable", enseña el Catecismo (núm. 1.646). La esposa debe obedecer y reverenciar a su marido, según el mandato del apóstol San Pablo (Col. 3, 18), como jefe y cabeza de la familia. La prudente autoridad del esposo y padre debe siempre respetar los derechos naturales inherentes a la persona de sus familiares y no exceder ni contradecir la esfera y naturaleza propia de la sociedad familiar.

A.  Propiedad y salario

Gran importancia tiene la cuestión de los bienes y salarios que deben sustentar la familia de forma digna, de acuerdo a su estado social y cultural. Al constituirse el matrimonio, los esposos deben tener trabajo o bienes que les permitan cumplir sus fines[1].

Conviene que los diferentes miembros de la familia (hijos, hermanos, parientes) se mantengan unidos en la colaboración dentro de ramas próximas de actividades formando así especies de dinastías de obreros, de artesanos, de comerciantes, de agricultores, de industriales, de intelectuales, de profesionales, de artistas,  de militares, etc. Esto, lógicamente, sin perjudicar en nada la libertad que los hijos deben tener en escoger sus profesiones y caminos.

¿Los conceptos propuestos arriba, en este capítulo sobre lo que es conveniente para la familia, no conducen a diferenciar las clases sociales en vez de igualarlas?

Veamos lo que nos enseña la Iglesia a este respecto, por la palabra inspirada del Papa Pío XII: