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En el caso de un hijo toxicómano, comentarán con molicie la desgracia, pero continuarán aumentando su mensualidad. Es decir, en los hechos colaborarán con la drogadicción, al mismo tiempo que por la palabra la condenarán. Claro está que la familia  tiene mucho más para perder  que ganar con tal conducta de millares o millones de sus partidarios.

¿De dónde viene la deliberación de tolerar el mal a propósito del cáncer roedor de la familia? Es que, en el fondo, hay en ellos una mentalidad permisiva, concesiva, algo cómplice con la inmoralidad y la destrucción de la familia.

Entretanto, no paremos aquí. Tengamos el coraje de decir la verdad entera. El hombre moderno tiene horror a la ascética. Le es antipático todo lo que exige de la voluntad el esfuerzo de decir "no" a los sentidos. El freno de un principio moral le parece odioso. La lucha diaria contra las pasiones se le figura un suplicio chino. Y, por esto, no es sólo en relación a los viciosos que el hombre moderno, aún cuando está dotado de buenos principios, es exageradamente complaciente.

Hay legiones enteras de padres y profesores que, por esto mismo, son indulgentes en exceso con sus hijos y alumnos. El estribillo es siempre el mismo: "pobrecillo...".

Pobrecillo, porque tiene pereza; pobrecillo, porque recibe mal las advertencias de los mayores; pobrecillo, porque come dulces a escondidas o más tarde frecuenta pésimas compañías o asiste a novelas sucias en la televisión.

Sucede porque el pobrecillo raras veces recibe el beneficio de una llamada de atención e incluso de un castigo serio... ¿A dónde llega esta educación? No es necesario decirlo. Los frutos están ahí. Son incontables los desastres morales ocasionados por la tolerancia excesiva. "El padre que evita la vara a su hijo, odia a su hijo" (Prov. 13, 24).

Pero hoy, ¿quién quiere saber de esto?

Esta tolerancia se apoya, por supuesto, en toda especie de pretextos. Se exagera el riesgo de una acción enérgica. Se acentúa en demasía  la posibilidad de que las cosas se arreglen por sí. Se cierran los ojos a los peligros de la impunidad. Se invoca la bondad y así en adelante.

En realidad, todo esto se evitaría si la persona que está en la alternativa de tolerar o no tolerar fuese capaz de desconfiar humildemente de sí.

¿Tengo simpatías no confesadas por este mal? ¿Tengo miedo de la lucha que el recto procedimiento me impondría? ¿Encuentro ventajas personales de cualquier naturaleza en una actitud conformista? 

Sólo después de un examen de conciencia la persona podrá enfrentar la dura alternativa: tolerar o no tolerar. Pues sin ese examen nadie podrá estar seguro de tomar en relación a sí mismo los cuidados necesarios a fin de no pecar por exceso de tolerancia.

A este falso sentido de tolerancia se refirió el Presidente del CELAM, Mons. Jorge Enrique Jiménez Carvajal, en el trascendental Encuentro de Presidentes de las Conferencias Episcopales de América Latina, realizado en Santo Domingo del 2 al 4 de septiembre de 2002. Después de hacer un crudo análisis sobre la crisis de la familia, advertía: "Todos nos preguntamos ahora cómo hemos llegado a este punto. Bien creo poder decir que lo hemos hecho por despreocupación, por un falso sentido de tolerancia, por un afán de concebir la libertad como carencia de fronteras y de limitaciones"[1].

 

 

[1] Zenit, 4-9-2002