"Podría parecer que el divorcio está tan arraigado en ciertos ambientes sociales, que casi no vale la pena seguir combatiéndolo, difundiendo una mentalidad, una costumbre social y una legislación civil a favor de la indisolubilidad. Y sin embargo, ¡vale la pena! En realidad, este bien forma parte de la base de toda la sociedad, como condición necesaria para la existencia de la familia.
El divorcio fue introducido en España por la ley del 7 de julio de 1981 (que modificó los arts. 85 a 89 del Código Civil). El 21 de noviembre de 2001 fue presentada en el Congreso una nueva proposición de ley que prevé el divorcio directo --sin separación previa-- inclusive en caso de desaparición del afecto conyugal[1].
Recordemos que, por sí, el matrimonio es un contrato social por el cual los cónyuges se unen teniendo en vista la perpetuación de la especie, la educación de los hijos y el mutuo amor y auxilio en las necesidades de la vida.
En España se dan tantas facilidades para disolver el matrimonio civil que actualmente se asemeja más a un concubinato, con todas las precariedades y con toda la falta de significado moral inherente a éste.
Quizás el argumento más repetido a favor de la ley de divorcio sea éste: el Estado debe respetar la libertad particular de las personas, permitiéndoles casarse o "descasarse", facilitándoles así la felicidad que buscan.
Como decíamos arriba (núm. 3), a muchos dirigentes de los países occidentales les pareció que la obra de Dios en materia de familia era defectuosa y que necesitaba reparaciones. Entre las primeras que llevaron a cabo, figura la de acabar con la indisolubilidad del matrimonio y establecer el divorcio. ¿Cuáles fueron los frutos de esa reforma al plano de Dios? Nos basaremos especialmente en estudios hechos en países anglo-sajones que, por haber sufrido más y desde hace más tiempo las consecuencias del divorcio, han investigado con profundidad y amplitud el tema.