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 La familia vuelve --también bajo este aspecto demográfico-- a ser la piedra angular del futuro de esta magnífica cúpula de catedral que es España. O ella es restaurada con el esplendor de sus finalidades, de acuerdo a lo visto  en la segunda parte de esta obra, o nos encontraremos, es lamentable decirlo, con un país sin porvenir.

 "El invierno demográfico es la mayor tristeza de nuestra sociedad; un pueblo sin niños pierde la alegría", comentaba acertadamente Mons. Juan Antonio Reig[1].

Muchas son las razones que se dan para explicar la falta de hijos: inseguridad psicológica de los jóvenes, matrimonios tardíos, trabajo de la mujer, precios de la vivienda, falta de guarderías, carencia de planes de verdadero apoyo a la familia, disminución de la fertilidad, etc. Respaldamos efusivamente todo lo que se hace por subsanar estos males. Pero creemos, sin embargo, que problemas de esa índole siempre existieron en mayor o menor medida.

Y que lo esencial que está en juego, de forma muy generalizada, son los valores familiares.

La sociedad debe fundamentarse en la familia, cuya primera finalidad es la procreación y educación de los hijos. Nos incita San Agustín para que la prole "se reciba con amor, se críe con benignidad y se eduque religiosamente"[2]. El hombre y la sociedad no tienen por finalidad el gozo egoísta de la vida, en que las relaciones se reducen a satisfacer el instinto sexual y las preocupaciones a saciar las apetencias económicas siempre crecientes.

Hay una trascendencia en el hecho de que el ser humano quiera perpetuar su estirpe, su personalidad, su vocación por medio de la procreación y educación de sus propios hijos, que es de las cosas más bellas que la Providencia dispuso y que participa del acto creador de Dios. Es exactamente esa gran ilusión, de tener posteridad, la que parece haber sido quebrada en el corazón de muchos en las actuales generaciones.

Una sociedad que renuncia a tener hijos muestra, en el fondo, que perdió la esperanza, constata un agudo fracaso colectivo y escoge la vía de la extinción de la especie o, por lo menos, la extinción de su entorno vital, que es para nosotros España y los españoles. En un plano más amplio, se trata de una forma de extenuación de Europa y de la civilización europea.

Analizando, entre otras cosas, el problema del envejecimiento "vertiginoso" de Europa y los bajísimos índices de natalidad, el Arzobispo de Madrid, Cardenal D. Antonio M.ª Rouco Varela, en el artículo "El futuro depende de la Familia", confirmaba esta idea afirmando: "en definitiva, su futuro (de la humanidad), el futuro de lo humano, está, o cae, con la familia, irremisiblemente"[3].

[1] Entrevista al ABC, 6-4-2002.

[2] In Pío XI, Encíclica Casti connubii, 31-12-1930, núm. 11.

[3] La Voz del Cardenal Arzobispo, Alfa y Omega, 21-11-2002.