En los Estados contemporáneos, incluida España, el sistema democrático se ejerce de manera representativa. Es decir, los ciudadanos eligen representantes que votan las leyes y dirigen el Estado según las intenciones del electorado.
La más básica de las condiciones para que una elección sea representativa es que el elector tenga efectivamente una opinión formada sobre los diversos asuntos en juego. Esta opinión constituye el criterio según el cual él escoge el candidato de su confianza.
No sólo los electores deben tener opiniones formadas sobre los problemas de la familia y la defensa de la vida, sino, sobre todo, los políticos que se proponen representarlos. En general, en el pasado, los candidatos se han mostrado cautos y esquivos en pronunciarse sobre estos temas claves, pero llegó la hora en que es indispensable que pasen a afirmarse en pro o contra de modo claro y valiente[1].
La desinformación de los electores se ve agravada por el hecho de que, sin duda, en España, se viven días en que los medios de comunicación --salvo raras excepciones-- mantienen una indiscutible consonancia ideológica e informativa. Esto empobrece el debate democrático y deja sin expresión pública a muchos sectores. Son incontables las personas que compran un diario o asisten a emisión televisiva con la sensación de que no tienen otro remedio sino informarse y entretenerse a través de ellos, pero que no les agradan, y menos aún les entusiasman.
En diversos países democráticos prospera últimamente la opinión de que el público tiene el derecho de conocer de forma enteramente precisa y sin subterfugios el modo de pensar, el modelo y el programa que tanto los políticos como los medios de comunicación social se proponen instaurar en la sociedad y que el apoyo sea dado de acuerdo a los principios que claramente ellos defiendan[1].
Actualmente, como dijimos, el elector medio no conoce la opinión de sus candidatos o representantes sobre estas importantísimas cuestiones que definirán el perfil de la sociedad española del siglo XXI.